Mientras haya vida nada puede darse por concluido en una forma definitiva, considerando que todo el universo está en movimiento y proceso constante de evolución; allí donde creamos haber puesto la última piedra o dicho la última palabra, a poco rodar nos demostrará que estábamos equivocados y que era posible una transformación ulterior, aún sin necesidad de nuestra voluntad o consentimiento. Podemos constatar una y otra vez que no hay un pensamiento definitivo, un sentimiento definitivo, una obra definitiva, por más totales, perfectos, esenciales o inclusivos que en su momento nos puedan parecer. Y sin embargo cada expresión, cada creación, buscadas en su forma más depurada, o en su mayor grado de belleza y perfección, forman parte de ese movimiento y pueden ser motivo de inspiración o germen de partida de nuevos procesos transformadores en el futuro, por parte de nosotros mismos o de futuras generaciones, aunque en el presente puedan parecernos completas, o imperfectibles. Así pues, la vida misma, y nuestra propia vida, son una muestra de lo inconcluso, y acaso esta inconclusión sea la causa misma de la vida. Todo esto, a nivel global, tal como si lo no concluido, lo ‘por hacer’, fuera el motor que impulsa el movimiento del conjunto, tanto en forma macrocósmica como individual. Como si todo lo no realizado y lo posible por realizar nos impulsara hacia su consumación en el futuro, en un despliegue cíclico de oportunidades para ello. Opuesto a ello, y como un contrapeso de fuerte tensión en las vidas humanas, se encuentra la carga de todo lo que pudimos haber realizado, completado o desarrollado, y que cuando tuvimos la oportunidad no lo hicimos, por distintas razones. Este conglomerado de situaciones o actos inconclusos, de procesos no cerrados, constituyen una pesada carga que dificulta el progreso personal y que por añadidura nos mantiene atados con ese pasado, aunque sea con una vaga culpa, pesar, remordimiento, o como recuerdos ingratos que aunque queramos, no logramos dejar atrás; siempre encuentran espejos en el presente que nos los retrotraen como una amarga regurgitación. No es lo mismo sentir un llamado a realizar una tarea, una misión, un gesto o un acto que haber tenido la oportunidad y no haberlo hecho, aunque ambos puedan, estrictamente, considerarse como parte de lo inconcluso. En el primer caso, es una invitación o llamado, y en el segundo, se experimenta como una deuda. A menudo nos encontramos completando, o ‘perfeccionando’ la realidad en una forma imaginaria en la que nos comportamos de forma justa, valerosa, o en la que expresamos lo que queríamos decir en forma oportuna y adecuada a los destinatarios correspondientes, pero son demasiadas las veces que estas intenciones teóricas no pasan de ser un vago proyecto ideal, o una forma de distraerse, o una forma de auto complacencia que está lejos de proponerse seriamente realizar esos actos. Como redundancia de esta forma sustituta de compensar la irrealidad de nuestros impulsos, contamos además con un sinnúmero de justificaciones para explicarnos, en la intimidad de nuestra mente, las razones por las que no hicimos esto o no dijimos aquello, culpando a la situación, a la falta de tiempo o a otras personas por ello, cuando prácticamente siempre las razones verdaderas caben dentro de algunas de éstas: 1.- Temor o vergüenza de expresar la propia opinión, sentimientos verdaderos o mostrarse vulnerable; 2.- Inercia, pereza, indiferencia; esperar que otro o el otro tomen alguna iniciativa; postergación; 3.- Temor a comprometerse en algo mayor, o que afecte mucho la propia vida; 4.- Temor a equivocarse, a no saber; 5.- Imposibilidad: la acción ya no es posible, o útil, o el destinatario ya no existe. 1.- En el primer caso, la causa de no actuar es bastante consciente, pues la persona desea decir algo, comunicar una idea, una emoción, realizar un acto, pero teme quedar al descubierto, o ser inapropiado, o ser mal recibido o mal interpretado. Estos temores son completamente subjetivos, y pueden tener asidero o no, pero tienen como consecuencia una insatisfacción inmediata que es percibida por la persona y por tanto instala a este acto inconcluso muy cerca de la superficie, muy visible para quien la experimenta, aunque pueda ser completamente inexistente para los demás, que como ignoran que existía ese impulso, no extrañan su ausencia. Sin embargo, no por ello los demás no son afectados. Muchas veces sabemos que pudimos haber dicho una palabra conciliadora, haber tenido un gesto de comprensión, haber hecho una declaración aclaratoria de un concepto confuso o erróneo, haber detenido una calumnia, y no lo hicimos; nos queda entonces una insatisfacción, aunque no sea consciente para los demás, pero nosotros sabemos que pudimos haber contribuido a que terminara mejor. O no nos atrevimos a romper el hielo, dejando que una situación terminara en forma tensa e improductiva para el conjunto. O temimos mostrar la propia sensibilidad para no evidenciar cuánto nos afectaba cierto asunto, sospechando que esa exhibición pudiera servir de entrada para herirnos de vuelta. Estos temores pueden superarse encontrando una forma y oportunidad apropiadas para expresar o hacer lo que creemos verdadero y justo, aunque sea en forma tardía. No se pierde un ápice cuando la intención es positiva, justa o verdadera, al retomar un cabo suelto aunque sea años más tarde para completar un círculo abierto. Como consecuencia pueden abrirse otras vertientes insospechadas, partiendo, muchas veces, por el cambio radical de impresiones previas que teníamos sobre las personas o sus posibles reacciones, o la profundización de una relación sobre bases más verdaderas. O por el contrario, la confrontación confirma que cierta relación o asunto carecía de valor y que podemos soltarlo, terminando con cualquier compromiso o atención a ello. El enfrentamiento verdadero obtiene - por sí mismo - más verdad, aporta nuevos antecedentes, sea para recuperar algo valioso o para terminar con lo que no lo era; en ambos casos cierra un proceso que nos rondaba ocupando nuestra atención y energía, y a la vez es un acto de valor que propicia otros mayores en el futuro, fortaleciendo nuestra seguridad y sentimientos de conexión con nuestra realidad interna, con el entorno y los demás. Una colega contó que hace pocas semanas estuvo en un congreso y que durante el almuerzo de camaradería se le sentó al lado un connotado profesor con el que nunca había hablado pero a quien sentía que le debía mucho desde sus clases de pre-grado (más de 20 años antes), y tuvo la oportunidad de decírselo. No la desperdició – aunque fue un acto completamente impremeditado - y está segura de que fue un grato momento para ambos, aunque lo más probable es que no vuelva a hablar con él en su vida. Para ella fue un acto de justicia expresarle cuánto la había incentivado en su carrera – lo que le produjo una satisfacción inmediata - y probablemente para él fue un reconfortante reconocimiento de su trabajo. En este ejemplo no existía ninguna sensación de deuda previa o de evento inconcluso, y éste sólo se evidenció cuando encontró inesperadamente a esa persona y sintió el deseo de agradecer; muchas personas no consideran a la gratitud entre sus actos inconclusos. 2.- La inercia, la indiferencia y la postergación muestran una de las peores facetas de lo inconcluso, porque todas ellas muestran las gestalts que no se cierran simplemente porque no interesan lo suficiente como para tomarse la molestia. Como tales, por lo general son menos conscientes que las anteriores para los sujetos, interrumpen menos el sueño, y solamente tienden a saltar al primer plano, dolorosamente, cuando tienen consecuencias graves. Entonces, que el cielo nos libre de los remordimientos. Habitualmente se originan en la falta de atención o en la atención difusa respecto del momento presente en la que una enorme cantidad de personas viven habitualmente. No se mantienen ‘presentes en el presente’, generando permanentes cadenas de descuidos que, aunque la mayor parte de las veces sólo tienen consecuencias menores, a veces resultan fatales: una llave abierta o sin reparar, un niño pequeño dejado cerca de la piscina, un recado que no se dio, un llamado que no se respondió, una cita a la que no se acudió.Lamentablemente, este segmento de lo inconcluso en nuestras vidas ocupa el mayor tramo; son demasiadas las cosas que no nos interesan lo suficiente, ni el hacerlas, ni la visión de las consecuencias que pueden tener, para nosotros mismos u otras personas. Hago una cita con un conocido, o un profesional, y “lo olvido”, a pesar de que yo he solicitado a esa persona que destine un tiempo de su agenda, de su vida, a atenderme; incluso puedo confirmar que asistiré, y no lo hago, indiferente del todo a su vida, a sus otras ocupaciones, sin hacerme cargo de mis propias decisiones. Cuando me encuentro en esta posición en la vida, en la que he delegado la responsabilidad en otras personas, por lo general soy quien más fuerte grita cuando me veo en la situación opuesta, de llegar a una cita y que el otro no esté o no cumpla su parte; entonces sí que reclamo a todo pulmón, en la dicha de haber encontrado un culpable, un infractor de mis derechos, que no ha cumplido su palabra. El claro mensaje de esta indolencia, de esta desidia, es “no quiero ser responsable, no quiero crecer, no voy a hacerme cargo de la parte que me toca en esta vida”. Desde este punto de partida es muy difícil trascender esta forma de inconclusión. Estos pequeños actos inacabados colman la vida de miles de personas perpetuamente “atrasadas” respecto de su presente: deudas, atrasos o inasistencias a las citas, cumpleaños de los hijos olvidados, compromisos incumplidos de todas clases, cada uno con su cargamento de justificaciones detrás, si es que llega a haberlas. Muchas veces ni siquiera son percibidos como actos inconclusos, menos aún como faltas. Es decir, se encuentran por lo general más sumergidos en la consciencia, y resultan casi indetectables como elementos pendientes para el sujeto excepto cuando se suscitan consecuencias de mayor o menor grado. Ramón Barros Luco, un connotado político del pasado de Chile que gobernaba la nación para el centenario de la Independencia, tenía el siguiente aforismo: “Hay dos tipos de problemas: los que se solucionan solos, y los que no tienen solución”, lo que equivale a decir “no hagas hoy lo que puedes postergar para mañana”. No es de extrañar que sea más conocido por el sandwich que creó. Muchas personas - sin ninguna elaboración como la de Barros Luco - viven de acuerdo e estas premisas, evitando comprometerse, eludiendo toda oportunidad de contribuir al conjunto del que forman parte, postergando en la esperanza de que lo haga otro, de evitar el esfuerzo, de no participar. Igual que en el caso anterior, a menudo son las que están más prestas a recibir el fruto de la acción de los demás, de la que por lo general se sienten merecedores tan innatos que ni siquiera se genera en ellos un sentimiento de correspondencia, gratitud o deseo de compensación. Son los grandes niños de nuestras sociedades, más abundantes de lo que quisiéramos, y que jamás se reconocerían en esta descripción; por el contrario, pueden erguirse sobre elevados principios y elaboradas filosofías o teologías con las que arroparse durante las tertulias. 3.- El temor a comprometerse en algo mayor es otra frecuente causa de inconclusión, y por lo general es una emoción que invita a la persona a la prudencia o retirada de forma consciente, ya que tiene que realizar algún acto de huída o evasión para evitar la acción. Es decir, dar un rodeo que le permita no actuar, lo cual no deja de ser una acción, que en cierta forma ayuda a hacerla más visible para el sujeto que la experimenta. En este punto hay dos vertientes: una originada en forma semejante al punto anterior, es decir, no quiero involucrarme por pereza, porque no me interesa lo suficiente, porque significa un esfuerzo al que no estoy dispuesto excepto que no quede otra opción, en suma, por indolencia o comodidad, que impiden ver el desperdicio de la oportunidad que la vida les ofrece justo aquí en el presente de realizar, de hacer realidad un potencial. La otra vertiente es cuando la situación que se presenta parece mayor que mis posibilidades actuales de abarcarlo o resolverlo, ya sea porque excede a mis capacidades, o porque verdaderamente cuento con responsabilidades ya suficientemente agobiantes e indelegables que no me permitirían asumir plenamente otra más con alguna posibilidad de éxito. La primera vertiente ya fue comentada en el punto anterior; en cuanto a la segunda, es un desafío que se presenta a casi todas las personas en múltiples momentos de sus vidas, de cualquier nivel o condición, responsables e irresponsables, de consciencia presente o ausente. Es indudablemente más consciente ya que obliga a la ponderación, a la valoración y al discernimiento. En este caso, cuando existe consciencia del desafío que se presenta, éste suele ocasionar verdaderos exámenes de consciencia o luchas internas para decidir si actuar o no, o en qué nivel de la situación actuar. Frente a situaciones simples resulta sencillo, pero hay innumerables circunstancias en las que no es fácil optar por una conducta, y que exigen un detenido discernimiento y evaluación de las posibles consecuencias. Si me encuentro con una retroexcavadora en panne en un camino solitario estoy segura de que no podría hacer nada por la máquina ya que ignoro todo respecto de retroexcavadoras, reduciéndose mi posibilidad de actuar sólo a llamar a alguien que realmente pueda ayudar, pero no siempre es tan sencillo. La vida nos presenta circunstancias diversas a cada momento: a veinte metros de mí, una señora se cae en la calle; otra, me pide limosna. Un niño sentado sobre una baranda que podría caer, un hombre robando en un almacén, un colega que estafa a la empresa en la que trabajamos, la esposa de mi amigo que lo engaña en cierta forma, la percepción clara de que la persona con la que hablo está inventando una falsedad, etc., etc. ¿Qué hacer? ¿Conviene actuar, o pedir ayuda a un tercero más experto? ¿Hablar o callar? ¿Enfrentar? ¿Escoger una conversación personal o una denuncia pública? En definitiva, la pregunta es: ¿qué es lo que beneficia más al mayor número de personas en esta situación dada? Sin embargo, muchas veces nuestras primeras consideraciones se refieren más a cuánto nos afectaría a nosotros actuar, si nos alteraría la vida por un plazo prolongado, cuánto tiempo o molestias nos originaría, desacuerdos con otras personas, enfrentamientos, y así podemos terminar decidiendo no involucrarnos y optar por la indiferencia, que es cada vez más masiva mientras más anónimos resultamos en medio de la expansión de nuestras grandes ciudades. Es indudable que en casos complejos es aconsejable la prudencia, y muchas veces esperar a recabar antecedentes suficientes para decidir, especialmente en aquellos casos de sentimientos o principios encontrados, donde nos sentimos divididos por más de una lealtad, o por el peso de una convicción contra el de un afecto. Son estos casos de gran oportunidad potencial, al llevarnos a agudizar nuestros sentidos y discriminación, pues aunque podamos errar en los resultados, habremos hecho ejercicio consciente y honesto de nuestras facultades, y la mayor parte de las veces, si llegamos a errar, podremos enmendar. 4.- El temor a equivocarse es perfectamente comprensible, es humano, y su alcance dependerá de las circunstancias, o de la gravedad de la situación. Cuando producto de un error puede haber consecuencias graves, o irreversibles, desde luego es aconsejable la cautela, pero en las cosas menores, en los pequeños actos de todos los días, el evitar actuar por temor a equivocarse o a no saber lo suficiente por lo general es más una justificación que tiene por fondo la indolencia. No sabemos todo respecto de nada, ninguno de nosotros, por lo que si ante cada circunstancia nos parapetamos detrás de una falta de competencia, nuestra vida terminará paralizada por la impotencia, y habremos transformado la justificación en realidad. Todos estamos aprendiendo, y es conveniente reflexionar antes de actuar, pero justamente es la acción imperfecta o equivocada la que nos muestra la verdadera magnitud de nuestra ignorancia, el área específica que se debe profundizar, y no la inacción a priori sobre la base de una ignorancia supuesta o imaginaria. Muchas más veces de lo que pareciera, el temor a equivocarse no es un verdadero temor de hacer en forma incompleta o imperfecta un acto, obra o declaración, sino el temor de ser juzgado por los demás por los resultados. Esto es evidente cuando no se teme al desorden, descontrol o a las acciones en privado, las que jamás se ejecutarían en público. Se confirma esta evidencia por el hecho de que tampoco estas personas pueden reconocer abiertamente su ignorancia, o preguntar a quienes les podrían ayudar, en una actitud de mantener una falsa imagen de perfección o suficiencia que sólo produce sufrimiento más o menos consciente; no saben, o creen no saber lo suficiente, y no están abiertos a aprender, sólo a defender la imagen, asunto que consume mucha energía, inútilmente, en un círculo vicioso. Su contraparte es la dominación que ejerce un fuerte super-ego en los neuróticos y obsesivos, quienes no se permiten el error ni en privado ni en público, sometidos como se encuentran a una autoridad interior absoluta con escalas de valor rígidas y restrictivas. En ambos casos, es muy posible que estas personas produzcan inadvertidamente grandes males (o eviten realizar mucho bien), tanto a sí mismos como a aquellos con quienes se relacionan – paradójicamente - por no equivocarse. 5.- La imposibilidad de la acción. Cuando lo inconcluso deviene imposible de concluir, por circunstancias históricas, geográficas o vitales, poco parece ser lo que se puede hacer excepto lamentarlo. ¿Por qué esperamos, tantas veces, llegar a este punto? ¿Por qué, por evitarnos lo que nos parece una pequeña molestia o esfuerzo presente, cargamos con la culpa o el cargo de consciencia hasta la tumba? Hay tantas cosas inconclusas que llegan a un límite irreversible, al menos en la existencia actual. Enfermé gravemente y ya no puedo realizar o completar lo pendiente, o la persona destinataria de la acción, de la comunicación, ya no existe, o está en coma, o lo que tenía que decir o hacer ya no sirve, quedó fuera de contexto y ahora sólo complicaría las cosas o reabriría viejas heridas, o por cualquier razón la oportunidad ya no existe. En estas circunstancias, el dolor de no haber cerrado ese círculo, de no haber actuado a tiempo, pueden acompañar toda la vida sin encontrar mitigación. Una frase muy socorrida es “tengo que vivir con eso”, sin más, a menudo como otra forma de justificarse, de relegar el asunto al desván, de aliviar el dolor con una apariencia de resignación. En este punto caben tantos ejemplos, todos dolorosos, por no haber hecho, en el presente, lo más que nosotros podíamos por resolver una situación, una relación, un problema, un desafío que se nos presentaba. Que se presentaba indelegablemente a nosotros, en la intimidad de la consciencia, aunque nadie más lo supiera. Resulta irreversible, cuando pudimos hacer algo, y no lo hicimos, y ya no podemos hacerlo, porque la oportunidad, la mayoría de las veces, es independiente de nosotros. Tal vez no fuimos generosos con nuestros conocimientos o bienes, tal vez no fuimos solidarios cuando la ocasión lo ameritaba y estábamos en condiciones de serlo. O no denunciamos la corrupción, la traición, el delito, y las consecuencias fueron peores. Acaso no quisimos perdonar a alguien que nos ofendió o hirió aunque nos pidió benevolencia; puede incluso que no nos ofendiera mucho, o que su daga no hubiera sido certera en algo que verdaderamente nos importara, pero preferimos conservar la distancia y un rol de fachada para mantenerlo atado a nosotros en una posición desmejorada o de subordinación que nos parecía conveniente, o que nos hacía sentir poderosos. Tal vez preferimos aunarnos a la voz de la mayoría y contribuimos a dejar indefenso o sin apoyo a quien denunciaba la verdad. O no quisimos reconocer lo injusto de una acusación, o no pedimos perdón a quien ofendimos, o no agradecimos a tiempo, o no expresamos cuánto amor teníamos a la persona que partió, o no respaldamos a quien promovía un bien. No intento aquí fomentar los sentimientos de culpa, sino la atención al presente, en la forma en que se presenta a nuestra elaboración y respuesta, y en sus posibles consecuencias. Provocar el discernimiento antes de que sea tarde y se hayan producido pérdidas de cualquier clase, por más válidos que sean la reflexión previa al acto, la ponderación, las vacilaciones y las dudas. En el fondo de la consciencia casi todos tenemos ese discernimiento, y esa sensación de lo pendiente, de lo inconcluso que no sólo perjudica al conjunto o a otro, sino fundamentalmente a mí, como sujeto de consciencia y como miembro de la vasta red humana en la que me espejeo. La vida exige justicia – una justicia, no de revancha, sino de equilibrio - y la llevará a cabo con o sin mi consentimiento. De modo que, ¿a qué esperar que la justicia se me imponga, toda vez que tengo la oportunidad inmejorable de ejercerla por mi propia voluntad y al contado en el momento presente? A aquellos que delegan permanentemente y sin vacilaciones sus responsabilidades en otras personas, a los que jamás tienen la culpa, es poco lo que puede decírseles; aún les queda un largo trecho por recorrer y experimentar. A aquellos sumergidos en lo inconcluso por temores de todos tipos, sólo cabe fortalecerlos en su capacidad y competencia para que mantengan presentes y se atrevan a enfrentar sus asuntos inacabados, a menudo confesados en momentos de “debilidad”, de embriaguez o de temor de morir próximamente. Tener miedo es humano, pero es infra -humano dejarse dominar por el miedo. El primer paso es evitar la justificación que me pone fuera de la responsabilidad; la justificación es el acto instantáneo de hacer ajeno el problema y en el que yo-me-impido hacerme cargo; es la castración del deber ser.Toda vez que soy consciente de un acto no realizado, de una frase no dicha en forma oportuna, o cuando experimento el impulso y me reprimo por temor, esa sola consciencia, ese solo impulso bastan para enviar el mensaje a todo el organismo mediante finos circuitos mediados por neurotransmisores, hormonas y actividad neuromuscular que se preparan para la acción. Toda esa actividad generada son órdenes, para el cuerpo y para el alma, que buscan la acción. Es sólo el ego el que la impide, el que la reprime por privilegiar sus sentimientos de importancia personal, de temor al juicio o rechazo de otras personas, de comodidad, de evitación, es decir, de casi todos los aspectos detallados más arriba. Los puntos antes comentados, a excepción del examen consciente de las distintas opciones frente a una situación complicada o riesgosa que naturalmente genera vacilación, reflexión y dudas, son problemas del ego, de nuestra fachada, y no de nuestro ser verdadero que sabe que es inseparable de todo lo existente, y que todo lo que se nos presenta se presenta ante nuestra consciencia individual para su desarrollo. Y ya sabemos que al ego le importa más su supervivencia parcelada que nuestra totalidad. De modo que, enfrentados a una circunstancia particular, conviene preguntarse a quién beneficia realmente tal o cual curso de acción por el que hemos optado. ¿Perpetúa nuestra “buena imagen”? ¿Beneficia la relación con una persona valiosa que no nos gustaría perder o acrecienta la distancia? ¿Contribuye a la verdad, a la justicia que la vida exige? ¿Me resulta profundamente satisfactorio aunque en principio me parezca difícil o incluso doloroso? En mi fuero interno, ¿siento que ‘debo hacerlo’? Cada vez que decido un curso de acción, tanto constructiva como de evitación, un derrame de neurotransmisores y hormonas preparan la acción. Si la decisión no es armónica con la consciencia, con el sentimiento del deber ser, se produce una desarmonía estructural en la que el cuerpo y el alma tienden hacia un lado mientras que el ego hacia el otro. Los neurotransmisores y hormonas seguirán circulando, los músculos se seguirán contrayendo, la energía se seguirá desperdiciando en órdenes no cumplidas, en deberes no satisfechos. Aunque sea por motivos absolutamente egoístas – en cierto nivel - debiéramos atenernos a lo que nuestras mejores facultades nos indican se debe hacer, y ahora. Hacer siempre nuestro mejor esfuerzo ahora mismo es el mejor método para acumular energía, para dormir bien, para sentirnos conformes y satisfechos al fin de cada jornada, para permanecer cada vez más en el presente sin condicionamientos o frenos desde el pasado. Lo contrario, es derroche que lleva a una impotencia creciente. Los circuitos inconclusos seguirán rodando por nuestro organismo, apareciendo en nuestros sueños, perturbando nuestra buena consciencia y gastando la energía que podríamos dedicar a más dignas tareas. Sin embargo, no hay lugar a la desesperanza. Aún sobre aquello que no hicimos, aún sobre todo lo inconcluso en nuestras vidas, podemos actuar, sanando nuestros dolores y aliviando nuestras penas, evitando el seguir arrastrándolas y el continuar atados al pasado. Podemos reparar o concluir de forma presente y frontal con respecto a las personas con las que estamos en contacto; aunque no seamos bien recibidos, al menos habremos hecho todo lo posible, y eso suele ser suficiente. El sólo hecho de experimentar conscientemente estos pesares – evitando la justificación - aún cuando estemos en la situación de imposibilidad concreta de enmendar lo inconcluso, nos permite estar en contacto con lo inacabado y ejecutar acciones de reivindicación, de sanación y de reparación tanto respecto de nosotros como de aquellos con los que nos sentimos en deuda, aún cuando ya no estén presentes en nuestra vida actual. Estos deben ser actos conscientes, intencionales y con compromiso emocional, en los que podemos hablar, íntimamente, a aquellas personas que ya no están o que es imposible contactar, pidiendo su perdón por los actos nuestros que pudieron ocasionarles daño o pesar. O bien pueden ser actos sin palabras, en los que les enviemos el amor que otrora les negáramos. O bien puede hacerse visualizaciones en las que les dedicamos o enviamos nuestra amistad o amor, nuestra comprensión, o el mensaje de que no estamos ofendidos, que los hemos perdonado, que los liberamos de toda deuda, de todo compromiso, y que les deseamos lo mejor, que sigan progresando en su camino.
Todos estos son actos liberadores para ambas partes, pero que deben ser realizados de verdad, de todo corazón, con plena comprensión de la similitud existente entre todas las almas, y de la fraternidad que debe reinar entre ellas, que avanzan en medio de las mismas pruebas, dificultades y resistencias que nosotros mismos. El pequeño acto cotidiano concluido, tanto si fue con un final feliz o infeliz, permite dejar el pasado atrás y el liberar el flujo siempre nuevo de la vida hacia renovados futuros por vivir; desatasca la energía atrapada, incrementa la comprensión, incorpora más verdad a nuestra vida. Eso es evolución. El proceso de evolución no es una gran teoría, ni éste o ese Dios, ni la más exitosa de las meditaciones, ni la más angélica o metafísica visión; es el acto cotidiano de ser plenamente, segundo a segundo. Nunca es tarde para completar, en esta vida, con esta consciencia, lo inconcluso, los pequeños círculos que van constituyendo la gran espiral.
Isabel De Veer
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