domingo, 15 de septiembre de 2013
¡La mayor historia de AMOR!
Vino a la Tierra como un recién nacido débil e indefenso.
Su madre fue una jovencita sencilla que lo concibió milagrosamente
sin haberse acostado nunca con un hombre.
La noticia de su embarazo fue tan escandalosa que,
cuando llegó a oídos de su prometido, éste decidió romper
el compromiso y cancelar la boda.
Intervino entonces un poderoso ser celestial que le encargó que se
quedara con ella y que protegiera y cuidara a aquella criatura
singular que ella llevaba en su vientre.
Si bien por decreto divino estaba predestinado a ser rey —es más,
Rey de reyes—, no nació en un palacio en presencia de ilustres
y distinguidos cortesanos, ni fue agraciado con los honores
y alabanzas de la sociedad.
Por el contrario, vio la luz en el suelo sucio de un establo,
entre vacas y burros, y lo envolvieron en trapos para acostarlo
en el comedero de los animales.
Su nacimiento no se celebró a bombo y platillos.
Tampoco fue reconocido por las instituciones y los gobiernos
de los hombres.
Sin embargo, aquella noche, en un monte cercano, una cuadrilla
de humildes pastores se sobrecogió al ver una luz brillante,
casi cegadora, que surgía del cielo estrellado.
Tras ella una hueste de mensajeros angélicos llenó la noche con
su alegre anuncio y canción: «¡Gloria a Dios en las alturas!
¡Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!
¡Porque os ha nacido hoy un Salvador, Cristo el Señor!»
Lejos de allí, en Oriente, apareció otra señal en el cielo: una estrella resplandeciente que llamó la atención de ciertos magos.
Éstos interpretaron su significado y la siguieron.
El astro los condujo por el desierto, y tras recorrer miles
de kilómetros llegaron al lugar exacto donde se encontraba
el niño en la aldea de Belén.
Allí le rindieron honor con presentes de gran valor.
Su padre terrenal era carpintero, un modesto artesano.
Con él vivió y trabajó. Adoptó los usos y costumbres,
el lenguaje y modo de vida de los seres humanos, ¡a fin de llegar
a comprendernos mejor, querernos más y comunicarse con nosotros
en el humilde plano de nuestro limitado entendimiento humano!
Aprendió a amar a los hombres.
Al ver su sufrimiento, se llenaba de compasión.
Ansiaba no sólo sanar sus cuerpos dolientes y quebrantados,
sino también salvar sus espíritus inmortales.
Cuando llegó el momento de emprender la obra de Su vida,
fue por todas partes haciendo el bien: prestaba ayuda,
era cariñoso con los niños, aliviaba a los desconsolados, fortalecía
a los cansados y salvaba a cuantos creían en Él.
No se conformó con predicar Su mensaje; lo vivió entre nosotros.
Aparte atender espiritualmente a la gente, pasaba mucho tiempo
cuidando de sus necesidades físicas y materiales.
Hacía milagros para curar a los enfermos y dar de comer a los
que padecían hambre, y compartía Su vida y Su amor con los demás.
Su religión era tan simple que aseguró que había que hacerse
como un niño para aceptarla. No habló de ir a templos para rendir
culto; no mandó frecuentar la sinagoga o la iglesia;
no prescribió ceremonias complicadas ni reglas de difícil
cumplimiento.
No hizo otra cosa que predicar el amor y manifestarlo,
en Su empeño por conducir a los hijos de Dios al verdadero
Reino de Dios, cuyas únicas leyes son «amarás al Señor con todo
tu corazón» y «amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Apenas tuvo relación con los pomposos y fastuosos, hipócritas
y mojigatos dirigentes religiosos de aquella época —los escribas
y fariseos—, salvo cuando lo importunaban con sus preguntas mordaces.
Entonces se las cantaba claras. Los acusaba públicamente,
y con razón, de ser «ciegos guías de ciegos».
Hasta les espetó que eran como sepulcros blanqueados, que por fuera
a la verdad se ven hermosos, limpios y santos,
¡mas por dentro albergan podredumbre, corrupción y apestosos huesos
de muertos!
No fue un simple reformador religioso, sino ¡un revolucionario!
Se negó a contemporizar con las falsas instituciones religiosas
y prefirió trabajar completamente al margen de ellas.
Manifestó Su amor a los pobres y a la gente sencilla,
que llevaban mucho tiempo desapegados de la religión oficial
y abandonados por ella.
Nunca entró en una taberna, látigo en mano, para romper
botellas y echar al tabernero.
Ni consta que entrara jamás en un burdel para golpear a las pobres
chicas, volcar las camas y expulsar a los hombres por la ventana.
En cambio, ¡sí se hizo un látigo y entró en el magnífico templo de la ciudad, derribó los puestos de los vendedores, regó el dinero por el piso y
desalojó del santuario a los codiciosos cambistas, condenándolos
por convertir en cueva de ladrones lo que debía ser una casa de oración!
No le importó adquirir mala fama. Se amistó con borrachos,
prostitutas y pecadores, los parias y oprimidos de la sociedad.
Llegó a decirles que ellos entrarían al Reino de los Cielos antes
que las personas presuntamente «buenas», los dirigentes religiosos
santurrones que lo rechazaron y repudiaron Su sencillo mensaje de amor.
¡Su amor y atractivo eran tan fuertes e infundían tanta fe a
los que buscaban sinceramente la verdad, que éstos no vacilaban
en renunciar al instante a sus posesiones y dejarlo todo atrás
para consagrar su vida a seguirle!
Una vez, mientras cruzaba un lago en bote con Sus discípulos,
se levantó una gran tormenta. Corriendo la barca peligro de hundirse,
ordenó a los vientos y a las olas que cesaran.
¡Inmediatamente se hizo una gran calma! Ante tal demostración de
poder para obrar milagros, Sus compañeros, maravillados, dijeron
entre sí: «¿Qué hombre es éste, que aun los vientos y el mar le obedecen?»
En el curso de Su ministerio, ¡dio vista a los ciegos, hizo oír a
los sordos, limpió leprosos y resucitó muertos! Tan prodigiosas fueron
Sus obras, que uno de los máximos representantes de la misma religión
oficial que con tanta saña se le oponía, no pudo menos que exclamar:
«Sabemos que has venido de Dios. ¡Porque nadie podría hacer los milagros
que haces si no estuviera Dios con él!»
Amedida que Su mensaje de amor se extendía y se multiplicaban
Sus seguidores, la envidiosa y resentida jerarquía religiosa se dio
cuenta de que aquel hombre constituía una gran amenaza.
Su sencilla doctrina de amor liberaba al pueblo del caudillaje
de los hipócritas sacerdotes principales, los peces gordos de la
religión, y por ende minaba todo su aparato religioso, su autoridad,
su poder, su prestigio y el dominio que ejercían sobre la gente.
Acusándolo falsamente de sedición y subversión, esos poderosos enemigos
finalmente lo mandaron detener y procesar.
El gobernador romano lo declaró inocente, mas ante las presiones
de aquellos beatos, decidió ejecutarlo.
En el momento de Su arresto, había declarado:
«No podrían ni tocarme sin permiso de Mi Padre.
¡Bastaría con que Yo levantara Mi dedo meñique para que Él enviara
legiones de ángeles a rescatarme!» En cambio, prefirió morir
para salvarnos a nosotros. Nadie le quitó la vida: la entregó de buen
grado, por voluntad propia.
De todos modos, ni con Su muerte quedaron satisfechos Sus celosos enemigos.
Para garantizar que Sus seguidores no robaran Su cuerpo y dijeran
luego que había revivido, colocaron una enorme piedra a la entrada
de la tumba y dejaron allí apostado un destacamento de soldados romanos.
Tal maniobra resultó inútil, toda vez que esos mismos centinelas
fueron testigos presenciales del mayor de los milagros:
Tres días después que colocaran Su cuerpo sin vida en aquel frío
sepulcro, ¡resucitó!, ¡venciendo para siempre a la muerte
y el infierno!
¡Ni la muerte pudo frustrar Su obra o acabar con Sus palabras!
Tras levantarse de los muertos, ¡llevó a Su grupito de seguidores
a conquistar el Imperio Romano con la fuerza del amor y el poder
del Evangelio! El amor de Dios, como una imparable ola gigante,
comenzó a cubrir la tierra; ¡y los envidiosos enemigos de Jesús
quedaron muy atrás, estancados y estériles,
tal como Él había predicho!
En los casi 2.000 años transcurridos desde aquel prodigioso día,
este hombre, Jesucristo, ha influido más en el devenir de la
historia y la civilización y ha hecho más por mejorar la condición
humana que ningún otro dirigente y ninguna organización, gobierno
o imperio anterior o posterior! Ha salvado a miles de millones
de personas de morir presas del miedo, la incertidumbre y la
desesperanza, y ha dado vida eterna y el amor de Dios a cuantos
han invocado Su nombre.
Jesucristo no es un filósofo, maestro, rabino o gurú como tantos otros.
Es incluso más que un profeta. ¡Es el Hijo de Dios! Dios, el gran Creador,
es un Espíritu omnipotente, omnisciente, que está en todas partes
y mora en todo. ¡Escapa completamente a nuestra limitada comprensión humana!
De ahí que Jesús fuera enviado en forma de hombre para hacernos
ver cómo es Dios y acercarnos a Él.
Así pues, aunque muchos grandes maestros se han extendido sobre el
tema del amor y de Dios, ¡Jesús es amor y es Dios!
¡Nadie más ha muerto por los pecados del mundo y resucitado!
Como Él no hay otro. Es el único Salvador. Dijo:
«¡Yo soy el camino, la verdad y la vida! ¡Nadie viene al Padre
sino por Mí!»
¿Cómo puedes llegar a saber sin asomo de duda que Jesucristo es el
Hijo de Dios, el camino de la salvación? Muy sencillo:
¡dale una oportunidad! No tienes más que rogarle humilde y
sinceramente que se te manifieste. ¡Pídele que entre en tu corazón,
que te perdone todos tus pecados y que llene tu vida de Su amor, paz y alegría!
Él existe de verdad. Te ama tanto que murió en tu lugar y sufrió
por tus pecados para ahorrarte a ti esa experiencia, con la simple
condición de que te abras a Él y aceptes la vida eterna que te ofrece.
Lo que no puede hacer es salvarte si tú no quieres.
Aunque Su amor es todopoderoso, Él no entrará a la fuerza en tu vida.
Llama suavemente a la puerta de tu corazón.
No la echará abajo a patadas o empellones.
Con amor y paciencia, aguarda mansamente a que tú le abras y le pidas
que pase.
Invítalo. Él se convertirá en tu amigo y compañero más íntimo
y más querido, ¡y siempre estará a tu lado! ¡No hay mejor amante que Él,
ya que vino por amor, vivió con amor y murió por amor a fin de que
nosotros vivamos y amemos eternamente!
Si deseas aceptar a Jesús ahora mismo, haz sinceramente esta
sencilla oración:
«Querido Jesús, perdóname todos mis pecados. Sé que moriste por mí
y que eres el Hijo de Dios. Te ruego que entres en mi vida.
Te abro la puerta de mi corazón y te invito a vivir en mí.
Entra, Jesús, y ayúdame a confesarte delante de los demás
para que ellos también te encuentren. Lo pido en Tu nombre.
Amén.»
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